Tres libros sobre plantas para jóvenes científicas que nos recomienda Hope Jahren
La historia de mi vida
Hellen Keller, 1903
«No sé si en España os mandan libros para leer en el colegio -explica la estadounidense Hope Jahren-. Para nosotros es habitual leer a Hellen Keller, y para mí fue una revelación. Keller no pudo ver ni escuchar desde una edad muy temprana. Su manera de navegar el mundo era principalmente a través de su olfato, y también por vibraciones. Esto del olfato empieza con las plantas de su propio jardín, que le ayudan a entender los límites espaciales de su pequeño mundo.
Y por eso el relato de sus primeros años es un poco como un relato proustiano del nacimiento de la mente científica. Cómo aprende a diferenciar los objetos, para poder moverse por el mundo, y cómo recoge esa información y la clasifica de manera científica».
Keller escribió dos libros de memorias, La historia de mi vida (1903) y Luz en mi oscuridad (1927). Lo más famoso de esos libros es su relación con Anna Sullivan, la instructora que -como todo el mundo sabe- la ayudó a salir de la oscuridad. Pero a Hope Jahren le interesan más los años anteriores al «Milagro de Anna Sullivan», y lo sabemos porque le dedicó un homenaje en la revista Nautilus. Se titula: Mi héroe personal.
En los primeros dos capítulos y medio de su autobiografía, donde relata su infancia antes de la llegada de Sullivan, Keller hace un trabajo increíble describiendo cómo funciona la mente de un científico experimental. Describe sus primeros esfuerzos como «recuerdos volátiles, si es que son recuerdos, todo parece muy irreal». La riqueza de detalle de esa memoria involuntaria tendría que haber hecho celoso a su contemporáneo Marcel Proust. Quizá la razón por la que esas impresiones tempranas me causan tanto impacto es porque todas giran alrededor de su «viejo jardín que era el paraíso de mi infancia». A través de estos capítulos, Keller se detiene sobre las violetas, lirios, rosas, pipirigallos, zarzaparrillas sureñas, clematites trepadoras, jessaminas colgantes y otras flores que había en la finca familiar. En la total ausencia de vista y de sonido, Keller mapea el mundo usando el sentido del olfato, del tacto y del gusto. Casi podemos oler y tocar las rosas que recuerda en su casa infantil.
Leer el artículo completo en El Diario.