«Maudie»: puedo yo sola
La obra de Maud Lewis (1903-1970) se encuentra justo en ese límite (a menudo indiscernible y gratuito) que separa el arte de la artesanía. Maudie vendía sus cuadros de estilo naif a la puerta de la minúscula cabaña en la que vivía con su marido, un rudo pescador de Marshalltown, en la provincia canadiense de Nueva Escocia. Normalmente eran tablas de pequeño tamaño que mostraban paisajes, escenas navideñas, pájaros, gatos, leñadores… Nunca cobró más de 10 dólares por sus obras. En la actualidad se han llegado a pagar 45.000 por alguna de ellas.
Lo curioso es que, aunque vivió toda su vida en un entorno de una austeridad miserable, el dinero nunca fue la principal de su preocupaciones. Maud estaba enferma. Sufrió toda su vida de artritis reumatoide, un trastorno muy doloroso que inflama las articulaciones y acaba provocando graves deformidades óseas. Desde pequeña, todo su entorno familiar la consideró una inválida. Ella no. Nunca. De ninguna manera.
Primero su hermano y luego su tía ejercieron sobre ella un cuidado tan exhaustivo que aquella pretendida asistencia no se diferenciaba mucho de la opresión. Finalmente, a los 35 años, decidió responder al anuncio que vio en el tablón de una tienda de ultramarinos y dejar atrás a sus familiares. El anuncio lo ponía un pescador y vendedor ambulante (interpretado en el filme por Ethan Hawke) que necesitaba una asistenta para su casa. Aunque decir casa quizás sea demasiado. Era más bien una vieja y minúscula cabaña instalada en medio de ninguna parte. Pero para Maud, ansiosa por escapar del control puritano de su tía, era más que suficiente.
La película que dirige la irlandesa Aisling Walsh no escamotea al espectador los episodios más duros de la relación entre Everett, el pescador huraño y emocionalmente inepto, y Maud, quien a base de ternura supo transformar en beneficio propio la hosca personalidad de su compañero. Esa es la clave para descifrar la vida y la obra de una mujer extraordinaria: la bondad, sí, ese atributo tan desvalorizado.
Maud Lewis, con sus manos retorcidas y su joroba a cuestas, fue una mujer bondadosa que respondía al desprecio y a las jugarretas de una vida desgraciada simplemente pasando página. Ella, que hubiera tenido sobradas razones para ahogarse en el rencor (contra su hermano, contra su tía, contra su marido, contra las habladurías de todo su pueblo), se volcó en sus pinceles, sus pinturas, sus flores, sus gatitos, sus mariposas.
Maud pintaba todo lo que estaba a su alcance, incluida la destartalada cabaña en la que vivía. Después de varias décadas decorando hasta el último rincón, la propia casa terminó siendo una de sus grandes creaciones.
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