Soy mujer y quiero tocar la guitarra flamenca
La bailaora se lleva todo el color del tablao, que no es mucho. Y en éxtasis flamenco, gira sobre sus tacones. Giran con ella sus medias de rejilla, su vestido de volantes azules y verdes, su pelo largo recogido en un broche, sus labios carmín y sus ojos pintados. Detrás, cuatro hombres vestidos de negro y una mujer que más tiene que ver con ellos que con ella. Viste una camisa azabache. Del mismo color el pantalón y los mocasines. El pelo lo lleva corto. Ni rastro de maquillaje. No se permite ningún atributo femenino, ya los luce todos la bailaora.
Esa mujer de aspecto sobrio permanece sentada con las piernas cruzadas en una perpendicular perfecta sobre una silla de madera y esparto. Se llama Antonia Jiménez y sostiene en sus brazos las curvas femeninas de una guitarra flamenca. Al público del Corral de la Morería de Madrid, en su mayoría extranjero, no le ofende ver a una tocaora. En su vida han oído que ese cuerpo de madera solo lo deben tocar los hombres. Jiménez sí ha escuchado ese cuento. Casi cada día. Desde que era una niña. Lo escucha todavía ahora que, con 45 años, ha logrado convertirse en la más internacional de las guitarristas flamencas.
“Aún no hay referentes femeninos fuertes”, dice. “A la altura de Vicente Amigo, por ejemplo, no hay ninguna mujer. Nosotras seguimos en esa lucha por abrir camino”. Pasito a pasito. Sin hacer ruido. Son pocas, se han sentido solas en sus carreras. Pero ahora están cada vez más presentes e intentan convertirse en espejos para que las nuevas puedan mirarse en ellos. El camino recorrido ha sido árido, quizá por eso los ojos azules de Jiménez parecen agotados. Ya los debía de llevar cansados a los 27 años, porque entonces, después de muchos portazos, estuvo dispuesta a romper relaciones con su guitarra. Por suerte, vio en Jerez que una compañía buscaba tocaor para una gira por Japón y se presentó al casting. Fue la única mujer que hizo las pruebas. “Hubo audiciones en Barcelona, Madrid y Sevilla. Solo en Sevilla se presentaron más de 100 músicos, así que imagínate”. Ofertaban una plaza. La cogieron. “Estuve en Japón un año. Me cambió la vida. Ahí te subes al escenario todos los días tres veces. Ganas dinero. Al volver a España me encontré de nuevo con la misma batalla, pero yo ya estaba fortalecida. Podía esperar, tenía ahorros, trayectoria y una mínima seguridad en mí misma. Me empezaron a bailar grandes figuras”. Jiménez da importancia a esto último porque la salida más habitual del guitarrista flamenco es acompañar al cante y al baile. Y si un cantaor o bailaor se niega a que sea una mujer quien le pone música a su arte, cosa habitual, se acaba su carrera.
Las oportunidades son muy reducidas para ellas. Las alumnas son escasas y poquísimas también las profesoras. En Andalucía, cuna del flamenco, hay 68 docentes de guitarra flamenca que dan clases en conservatorios profesionales y superiores. Solo 6 son mujeres. Una de cada 10. Laura González, una de ellas, enseña en el Conservatorio Profesional de Música de Jaén y no le sorprende el desequilibrio en la plantilla. En su época ya era reducido el número de alumnas. Y aunque percibe que la situación se normaliza y cada vez observa más niñas, en su centro estudian cerca de 20 chicos y una única chica. González lleva suelto y liso su pelo rubio. Se ha pintado de negro el contorno de los ojos y de rosa los labios. Ella no ha podido recorrer tablaos con su guitarra a cuestas, como sí lo ha hecho Jiménez. No la han dejado. “Yo me he acabado dedicando a la docencia, pero me hubiera gustado dar bolos, tocar acompañando al cante y al baile. Hoy día ya no lo sé, porque tengo un hijo, familia y me gusta la docencia. No soy profesora porque no pueda dar conciertos, lo soy por vocación, pero sí es verdad que hace unos años me hubiera ido adonde me hubieran dicho. Tenía muchas ganas”. ¿El problema fue la falta de opciones? Le sale de la boca un sí sequísimo.
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