El largo y tortuoso camino hacia la igualdad
Con una heroína de la talla de Juana de Arco en su haber, a lo largo de mucho siglos los franceses no aparentaron deseo alguno de resaltar en su gloriosa historia a ninguna otra mujer. Tanto es así que la canonización de la Dama de Orleans no se produjo hasta 1920, sólo unos veintitantos años antes de que los franceses, tan amantes ellos de la igualdad, tuviesen el detalle de concederles el voto a las francesas.
Existe, por supuesto, la Liberté del famoso cuadro de Delacroix que con los pechos al aire guía al pueblo contra la tiranía. Pero no deja de ser una figura meramente simbólica. Louise Michel, en cambio, sí fue una mujer de carne y hueso que guió al pueblo blandiendo una bandera roja y fue enviada a penar en condiciones infrahumanas en una cárcel de Numea, una isla perdida en medio de los mares de Sur.
Hasta 1995, no había enterrado en el Panteón más que “grandes hombres”, como dejaba bien claro la inscripción en la fachada del noble edificio parisino. La primera mujer en ser admitida por méritos propios fue la científica Marie Curie (de soltera, Sklodowska). Ocurrió por decisión de François Mitterrand. Desde entonces alguna más ha merecido semejante distinción póstuma, sobre todo durante la presidencia de Françoise Hollande; la última ha sido Simone Veil, por decisión de Emmanuel Macron.
Es una excelente noticia. Sin embargo, el reconocimiento de los méritos de las mujeres se sigue haciendo con cuentagotas. Por mucho que Angela Merkel sea la mujer -o persona- más poderosa de Europa, o Theresa May la premier del Reino Unido, Francia, como España y tantos otros países, nunca ha elevado al mayor puesto de poder a una mujer. Estados Unidos ha preferido un presidente sin experiencia antes que conceder el cargo a Hillary Clinton, una de las personas más preparadas del país pero, eso sí, con el sambenito de su marido.
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