El ascenso imparable de las «cholitas escaladoras»
Lidia Huayllas lleva subiendo al Huayna Potosí desde hace más de 25 años. La montaña, situada a 6.088 metros, es una de las más icónicas de Bolivia y posiblemente también la más turística, su ascenso, aunque duro, es asequible para muchos escaladores neófitos. Al menos durante 23 de esos 25 años se quedó a medias. Su escalada acababa invariablemente en Campo Alto, (el campamento situado a 5.100 metros en el que los alpinistas pasan la noche antes de hacer cumbre) porque el cometido de Lidia consistía en cargar con las pertenencias de la expedición, hacer la cena y aguardar el regreso cada mañana de los montañeros para prepararles un reconfortante mate de coca con el que aliviar el cansancio y el mal de altura. Eso era todo.
“Yo veía a los turistas regresar cada vez, contentos los que habían logrado hacer cumbre y tristes los que no. Cada cliente que bajaba de la montaña nos preguntaba ¿Y tú? ¿Ya subiste al Huayna Potosí, o al Illimani o a cualquier otra montaña? Y teníamos que decirles que no, pero cada vez nos fue creciendo más la curiosidad sobre cómo sería llegar arriba”.
Lidia contaba a priori con dos impedimentos para cumplir su sueño: su edad (acaba de cumplir 50 años), y su condición de cholita, un término condescendiente empleado para referirse a las mujeres indígenas en Bolivia. Relegadas tradicionalmente a determinados puestos en la sociedad como cocineras o lavanderas, durante la última década las cholitas han ido conquistando progresivamente muchos espacios que antes les estaban vedados por su doble condición de indígenas y mujeres. La política, la empresa, los servicios públicos, el arte o el deporte han ido aceptando con más o menos naturalidad la llegada de polleras, trenzas y sombreros. La alta montaña ya no es una excepción.
Un día hace unos tres años Lidia y otras mujeres decidieron reunirse y dirigir a sus maridos una pregunta: «¿Por qué nosotras no?». “Entre ellos siempre discutían sobre cuál era la esposa que tenía más fuerza y sería capaz de subir más arriba. Al principio mi marido siempre me decía: no hay crampones, no hay botas de tu tamaño… Luego ya nos hicimos con un equipo de nuestra talla, botas, crampones…”, recuerda Dora Magueño, otra miembro del grupo.
“Yo también empecé como cocinera y tenía miedo al principio cuando subía a Campo Alto, pero no por la altura, sino porque pensaba que lo que yo cocinaba a los turistas no les iba a gustar. Así que empecé con temor. Luego me fui habituando a la montaña y me fueron creciendo las ganas, ahora lo disfruto, como brillan las estrellas de noche y el silencio que hay allá arriba, pero sobre todo llegar… llegar es lo mejor. Es una felicidad difícil de explicar”, cuenta Dora.
La ascensión elegida para empezar sería por supuesto la del Huayna Potosí, la montaña que tantas veces habían dejado a medias. El 17 de diciembre de 2015 Lidia y otras 10 esposas de guías de montaña junto a Elio, su marido, y otro guía completaban, con sus polleras bajo el equipo de montaña, los cerca de 1.000 metros que separaban Campo Alto de la cumbre y comprobaban por primera vez lo que se sentía “allá arriba”. “Fue una alegría increíble, pero para nosotras ha sido un poco difícil la primera vez, ya que no lo conocíamos y el retorno era más peligroso porque se derrite la nieve y tienes que bajar muy deprisa”, apunta Cecilia Ilusco otra integrante de la expedición. “Luego está el mal de altura, no sólo lo sufren los turistas, nosotras también.”
Leer el artículo completo en El País.