La escuela de las segundas oportunidades
Salen de las aulas de la escuela de oficios de Kpari (Benín) ordenadamente. Se lavan las manos a conciencia en los grifos de los nuevos servicios y se dirigen a la zona reservada para las clases de panadería. Se ayudan unos a otros a atarse los delantales de mil colores que resaltan sobre las camisetas rosas del uniforme. Se dividen en dos grupos alrededor de una mesa. Unos la limpian y otros mezclan la levadura con agua templada y la dejan un rato al sol, bien cubierta, para que fermente. Luego llegan la harina, el agua, la sal, la mantequilla… Forman una bola con la masa. La colocan en un recipiente, la cubren con un paño y la depositan en un lugar seguro y soleado. Toca esperar a que la amalgama suba.
Por suerte es hora del recreo y eso significa que es tiempo de tomar la bouillie, una especie de papilla hecha a partir de harina de maíz o mijo y, en este caso, enriquecida con cacahuetes y aceite. Todos los alumnos, no solo los de panadería se ponen en fila para coger una escudilla en la cocina. Algunos utilizan cucharas, otros prefieren las manos. Es el desayuno para la mayoría de ellos, aunque el sol ya esté alto. Todos regresan a las aulas hasta que la masa está lista y los panaderos vuelven a salir. De nuevo el proceso: se lavan las manos, depositan la masa sobre las mesas, rociadas con harina, y amasan. Estiran, golpean, añaden mantequilla y, finalmente, dan forma a los panes que colocan sobre bandejas.
Todo controlado por la religiosa Lelia Inés Bulacio, quien reparte entre los jóvenes las instrucciones necesarias o demuestra, con un par de movimientos precisos, cómo hay que trabajar. Transportado sobre las cabezas, el resultado de la clase se lleva al horno de la casa de las Hermanas Esclavas del Corazón de Jesús. De momento, gracias a la ayuda de la Fundación Salvador Soler, construyen uno tradicional para la propia escuela. Pronto podrán empezar a hornear en él. Ya solo queda recoger y ordenar los ingredientes y utensilios utilizados y limpiar a fondo las mesas sobre las que se ha amasado el pan.
Entre todos los alumnos destaca Barthelemy, que parece conocer a la perfección cada uno de los pasos a dar. El chico dice que cree que tiene 15 o 16 años, aunque a simple vista parece más joven. Nunca pasó del primer curso en la escuela pública de este pueblo donde la orden religiosa abrió una escuela para ayudar a todos las niñas y niños sin escolarizar a conseguir el diploma de la educación primaria junto al aprendizaje de algún oficio que les permita ganarse la vida una vez terminado el ciclo. La familia de Barthelemy le hacía trabajar en el campo, eran pocos los días que podía acudir a la escuela y cuando iba se enteraba de prácticamente nada, “todo era en francés y yo no lo hablaba entonces”, dice. Por eso terminó por abandonar los estudios sin concluir primero de primaria.
“Este es un programa de recuperación de niños con más edad y normalmente, en un medio rural como este, difícilmente puedan seguir después una educación superior. Por eso se los inicia en un oficio, que les enseñe también a ganarse la vida, a trabajar y diversificar un poco el trabajo; que no sea solamente el trabajo de campo”, comenta la maestra panadera.
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