Mi vida en dos casas y una maleta
Tengo 15 años y soy hija única. La gente que me conoce no suele pensar que soy hija única porque hablo con la rapidez de alguien que siempre ha tenido que competir por el espacio en una conversación, como si tuviera diez hermanos. Pero no, solo soy yo.
Crecí en un buen barrio de California, con buenos amigos y dos padres cariñosos, jugando al aire libre con mi padre los fines de semana y leyendo libros con mi madre entre semana. He estado sola muchas veces pero no me he sentido sola. Nunca he necesitado nada que no haya conseguido, y todo lo que deseo suele hacerse realidad. Y todo eso, creo, es la razón por la que el divorcio de mis padres me afectó tanto.
Fue hace siete años cuando una tarde mis padres llegaron a la sala y apagaron la televisión. Estaba viendo mi programa favorito, The Biggest Loser. Al principio me sentí molesta, y luego confundida, cuando empezaron a explicarme cómo su matrimonio no funcionaba y cómo se estaban separando pero seguían siendo amigos.
Para cualquier niño, pero especialmente para un hijo único, procesar el divorcio de los padres es muy parecido a pasar por las etapas del duelo. Y no quiero parecer demasiado dramática ni restarle importancia a la angustia de perder a un ser querido, pero cuando no tienes un hermano o una hermana que te recuerde cómo era la vida antes, que pueda servir de vínculo entre el pasado y el presente, manteniendo al menos una parte de la familia entera de alguna manera, solo queda la dura realidad del ahora. Para mí, el divorcio fue como la muerte de un miembro imaginario de la familia, alguien que ni siquiera sabía que existía y que, sin embargo, desempeñaba el singular papel de unir a nuestra familia.
En la primera etapa, la negación, me rehusaba a aceptar que el divorcio de mis padres estaba ocurriendo. Acompañaba a mi madre o a mi padre a las muestras de casas y a las oficinas de los agentes inmobiliarios. Con un libro o una barra de cereales en la mano, me alejaba de la realidad y creía que esa noche iba a volver a casa y los vería cenando juntos en la cocina, sonriendo y diciendo: “Perdón por haberte preocupado, mi amor, pero ya está todo bien”.
No fue hasta que cada uno de ellos se mudó a otra casa y vendieron la mitad de nuestros muebles que me di cuenta de que esa fantasía nunca se iba a convertir en realidad. Y en cuanto esa vida en dos casas se volvió permanente, mi esperanza se convirtió rápidamente en envidia, especialmente al final de la jornada escolar, cuando veía cómo a mis amigos los saludaban ambos padres. O durante la feria de ciencias de sexto grado, cuando tenía que transportar mi volcán incompleto entre casas mientras otros podían dejar el suyo intacto e instalado de manera permanente en su sótano o cochera, a la espera de volver a trabajar en él.
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