Contra la meritocracia
“Estudia y todo irá bien”. Quizá sea éste el mantra más repetido en una sociedad, la española, que paradójicamente arrastra niveles altísimos de desempleo desde hace décadas en comparación con otros países, y donde la crisis de 2008 se gestionó con unas políticas de austeridad feroces cuyos efectos siguen notándose: desde entonces, se calcula que el trabajador medio ha perdido un 20% de poder adquisitivo.
Sin embargo, nada como un buen eslogan para difuminar una serie de realidades sociales que, más allá de los destellos del marketing, muchos sentimos de manera tangible. “Estudia y todo irá bien” solo funciona si uno se empeña en reducir complejas dinámicas geopolíticas y económicas a la acción del individuo, es decir, si se le atribuyen poderes mágicos que lo expulsen de la historia y le permitan, cual Sísifo empedernido, labrarse una existencia en lucha contra todas las adversidades; cantinela únicamente superada por el consabido “pues haber estudiado”, que es la otra cara de una moneda completamente podrida. Que la vida no era un camino de rosas ya lo sabíamos; aun así, un cierto nivel de madurez colectiva debería ser suficiente como para desmantelar el gran mito de la cultura del esfuerzo y darnos cuenta de las decisiones políticas que nos superan, así como de tendencias que desbordan las lindes nacionales.
A partir de, mutatis mutandis, la Segunda Guerra Mundial, los países más industrializados vivieron un crecimiento económico que, unido al establecimiento de los estados del bienestar, condujo a una mejora de las condiciones de vida de mucha gente (no toda). En el nuestro, atado a una dictadura que contaba con la protección de Estados Unidos, las cosas transcurrieron de forma bastante distinta, pero también se vio beneficiada España de esa prosperidad generalizada que, junto a la creación de una serie de mecanismos en teoría igualitaristas, entre los que destaca una educación pública de calidad, contribuyó a que creyésemos que las puertas se abrirían allá donde el mérito acumulase la determinación para hacerse con la llave.
El grupo en mi franja de edad –los millennials– contempló aún esos coletazos del progreso prometido hasta que, con el estallido de la burbuja, nuestros sueños se hicieron añicos provocando, no solo un grado de frustración profesional insoportable, sino también una brecha generacional que muchos de nuestros padres no entienden, simplemente porque nos hemos hecho mayores en paradigmas económicos diferentes y asumir ese abismo supone cuestionar todo un sistema consagrado de creencias. Este fenómeno que, a nivel familiar, desata malentendidos y no poco sufrimiento, ha sido estudiado por expertos en muchas disciplinas; así, economistas como Thomas Pikkety o antropólogos como David Graeber coinciden en afirmar lo siguiente: no vamos a vivir mejor que nuestros padres. Ni mi generación, ni los que han nacido más tarde, ni los que vengan. Y no se trata de otra versión de la manida leyenda negra ni un mal de ojo particularmente español: en Estados Unidos, por ejemplo, los millennials acumulan solo un 4.6% de la riqueza, mientras que los baby boomers tienen el 53.2%. No se debe a su edad, ya que cuando estos últimos andaban en la treintena poseían más del 20%. Obviamente, los datos no se explican a partir de una pereza congénita de los más jóvenes.
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