‘Ghost in the shell’: en mi cuerpo mando yo
“Nuestros recuerdos no nos definen. Nos definen nuestros actos”, dice la protagonista de Ghost in the shell de forma un tanto incongruente. Porque la suya, en definitiva, es la aventura de la búsqueda de su propia identidad, y para alcanzar su meta debe saber de dónde viene, debe recuperar el recuerdo del ser humano que una vez fue.
La película comienza con una chica a la que los médicos salvan la vida tras un accidente. O mejor dicho: salvan su cerebro, no su cuerpo. Su materia gris, convenientemente formateada, es colocada en el cuerpo de un robot. La mayor Motoko Kusanagi (interpretada por Scarlett Johansson) será utilizada a partir de entonces como miembro de las fuerzas de seguridad. Se trata de la primera de su especie, una forma mejorada de ser humano imbatible en el cuerpo a cuerpo, con reflejos felinos, puntería infalible, capacidad para mimetizarse con el paisaje… En resumen, una especie de ninja-cíborg.
El filme está basado en el célebre cómic del japonés Masamune Shirow, que ya conoció una magistral adaptación cinematográfica en 1995. Y como aquel Ghost in the shell se convirtió en un mito del manga y del cine de animación, Rupert Sanders, el director de esta nueva versión, no ha querido alejarse ni un milímetro del universo visual de la primera película. De hecho, la ha utilizado como verdadero storyboard, ya que muchas secuencias están literalmente calcadas de aquella. Sin embargo, la tesis central cambia.
El relato llevado originalmente al cine por Mamoru Oshii versaba (¿proféticamente?) sobre un malvado plan para conectar a toda la humanidad a una red (donde su identidad se vería diluida) que la mayor Motoko Kusanagi debe desbaratar. Recuperar ese enfoque hubiera sido interesante, teniendo en cuenta que es algo que ya no es metafórico sino real: los magnates Elon Musk y Mark Zuckerberg están trabajando en proyectos que permitan unir el cerebro humano a los ordenadores.
La nueva película toca muy tangencialmente el tema de la posthumanidad (la vida en red, ensanchada intelectual y sensorialmente, y extendida más allá de su duración natural gracias a las máquinas) y se centra, ya lo hemos dicho, en la recuperación por parte del cíborg protagonista de sus raíces humanas. La historia, así contada, no difiere demasiado de otro clásico, más sucio, más gamberro y con menos ínfulas emocionales: Robocop (1987), del maestro Paul Verhoeven.
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