Órdenes de no movernos
De Kafka aprendemos que los grandes crímenes se gestan en las “oficinas”. Sabemos que hay una cultura estupefaciente, y una presunta civilización que empapela la barbarie, pero lo que nos resulta más difícil de digerir es constatar que algunos referentes culturales que asociamos con el librepensamiento, mentes lúcidas que suponemos alertas a los prejuicios y los dogmas, van a descarriar siempre en la misma estación. Y es cuando se detienen en el mundo femenino. Cuando hablan de las mujeres.
De acuerdo o no con él, es difícil no sentirse atraído por Rousseau. Es el pensamiento salvaje, el piel roja, en el territorio de la Ilustración donde abundaban los rostros pálidos. El más pálido de los pálidos había sido Descartes, que establecía una desconexión total entre el humano y los otros seres animales. Para Descartes, los animales eran máquinas biológicas, autómatas físicos incapacitados para los sentimientos. Rousseau encarnaba el contrapunto a ese racionalismo cartesiano, que no dejaba de ser un fanatismo. Él devolvía la vida al cuerpo de la filosofía: en el mundo animal podemos encontrar inteligencia, afectos y formas de comunicación.
Bien. Muy bien. Pero hay un conformismo regresivo con el que Rousseau no es capaz de romper. El que afecta directamente a media humanidad. No corresponde a las mujeres la condición de “ciudadanía”. Su función “natural” es la maternidad: “Es verdad que no están preñadas todo el tiempo, pero su destino es estarlo”. En Emilio, una obra que tanta influencia tuvo en generaciones de educadores, Rousseau defiende una educación contrapuesta para niños y niñas. Para ellos será el camino de la emancipación. Para ellas, el de la sumisión: “No debéis consentir que no conozcan el freno durante un solo instante de su vida”.
Leer el resto del artículo de Manuel Rivas en El País.