La historia real de millones de Cenicientas
La historia de la Cenicienta sin final feliz es tremendamente real para más de 17 millones de niños y niñas en todo el mundo. En vez de ir a la escuela y jugar, viven y trabajan para una familia que no es la suya. Son invisibles e inaccesibles y están ocultos.
El trabajo doméstico infantil tiene el rostro de una niña. Es el sector, por encima de cualquier otro, en el que hay más niñas menores de 16 años empleadas. En demasiadas ocasiones trabajan bajo condiciones de explotación y sufren abusos físicos, psicológicos, sexuales y negligencia. De manera reiterada se violan muchos de sus derechos recogidos en la Convención sobre los Derechos del Niño y la Niña. Muchas pierden los lazos con su familia y pasan a depender de sus empleadores.
Esta forma de explotación afecta al modelo psicológico que los niños y niñas interiorizan en esta etapa tan importante de la vida. Javier Romeo, psicólogo infantil, explica que vivir y trabajar para otra familia tiene consecuencias negativas sobre el afecto y el apego. “Quienes me tendrían que proteger, me están explotando. ¿Qué entorno de seguridad se crea? Con 8 o 10 años es algo muy complicado de manejar”, explica. Además, si la vinculación que se establece es de dominación-sumisión, “al ser considerado como inferior, es más fácil que el niño o la niña pueda sufrir cualquier tipo de violencia, como malos tratos o abuso sexual”.
Criaditas en Paraguay
En Paraguay, 46.993 niños y niñas –el 2,5%–, se dedican al criadazgo, término que se utiliza para los menores de edad que viven y trabajan en la casa de otra familia. Ser una criadita no es lo mismo que ser empleada doméstica, no reciben remuneración ni tienen vacaciones.
Tina Alvarenga recuerda que la primera vez que montó en avión fue a los diez años, cuando dejó su pueblo natal para trabajar como criadita en Asunción. No sabe cuál es la razón por la que sus padres tomaron esa decisión, nunca le hizo esa pregunta a su madre. A pesar de que tanto ella como todos sus hermanos iban a la escuela y de que en el pueblo había educación secundaria y primaria, la mandaron a vivir con una pareja que tenía tres hijos que ya no estaban en la casa. Cada día se levantaba a las cinco de la mañana para preparar el mate para el señor de la casa y limpiar la calle antes de ir al colegio. No tenía que cocinar ni lavar la ropa de la familia puesto que había una empleada doméstica que se encargaba de esas cosas, por lo que dedicaba su tiempo a limpiar la casa y a cuidar de la abuela de la familia.
Tuvo relativamente suerte puesto que por lo menos pudo continuar sus estudios, pero nunca fue un miembro más de la familia. “En mi caso había una diferencia clara. En una época la hija de unos amigos de ellos vino a vivir a la casa y ella era la señorita. Yo tenía más acceso a la biblioteca de la casa que a la heladera para comer algo”. No le dejaban hablar su lengua materna, el guaraní y, a excepción de con otras empleadas domésticas, nunca lo hablaba. No podía ver mucho a sus padres, “la señora decía que no quería que volviera a tomar los malos hábitos y costumbres de mi familia”.
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