Orgullo es protesta (los porqués del orgullo crítico de Madrid)
Hoy es una máquina de hacer dinero, pero durante muchos años el objetivo del Orgullo fue reivindicativo, no festivo. En 2017, año clave por la designación de Madrid como sede del Worldpride, 2,3 millones de personas participaron en el Orgullo oficial, y su gasto conjunto superó los 115 millones de euros. Las marcas comerciales se extienden a lo largo de todo el recorrido, los escaparates del centro de la capital se llenan de banderas del arcoiris, los partidos políticos hacen de la fiesta una oportunidad para mostrarse desenfadados —la conga del Jalisco se baila con los pies— y la ciudadanía madrileña se vuelca en lo que, de manera oficial se ha convertido en su desfile más típico. Por eso, cuando el candidato de Vox a las pasadas elecciones municipales, Javier Ortega Smith prometió que si era elegido el Orgullo se trasladaría a la Casa de Campo, nadie —ni siquiera los que iban a ser sus socios de Gobierno— se lo tomó en serio. El Orgullo es ya patrimonio municipal.
Hace once años, la deriva comercial del Orgullo oficial —Mado, una denominación comercial asociada a AEGAL, la asociación de empresarios responsables de la deriva de la fecha— impulsó una nueva reorganización de colectivos LGTBIQ+ cuyos planteamientos y líneas de trabajo perduran hasta la organización del Orgullo Crítico de hoy. En 2007 se convocaba en el barrio de Lavapiés una manifestación del orgullo “transmaribollero anticapitalista”, asociada ya siempre a la fecha del 28 de junio, conmemoración de los disturbios de Stonewall, de los que este año se cumplen 50.
David Montilla, uno de los impulsores del Bloque Alternativo por la liberación sexual, explica que la necesidad de ruptura surgió “de la mercantilización y la despolitización” que estaba teniendo lugar en el orgullo oficial. El “seguidismo” a las políticas del PSOE se hizo especialmente insoportable para aquellos colectivos que denunciaron el aplauso de las organizaciones oficialistas a la Ley de Identidad de Género 3/2007, una norma aún vigente que, explica Montilla, es “indecente porque considera enfermas a las identidades trans, las humilla y somete a un tipo de tratamientos médicos y psiquiátricos que son completamente inaceptables, como el certificado de disforia de género, el test o experiencia de Vida Real o los dos años de hormonación obligatoria que suponen la esterilidad para la mayoría de las personas”.
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