Las lágrimas también son universitarias
Hace unas semanas tuve la oportunidad de participar como ponente en las jornadas Diálogos sobre masculinidades. Una mirada sobre la experiencia de la (des)igualdad, organizadas por la Oficina de Cooperación al Desarrollo y Solidaridad de la Universidad de las Islas Baleares y la asociación por la igualdad de género Homes Transitant. El objetivo era generar desde una perspectiva crítica y aliada con el feminismo un espacio de debate y reflexión en torno a la pregunta sobre si es posible una mirada crítica y transformadora sobre la masculinidad vista desde el privilegio masculino.
Lo que más me impactó fue el poder de las jornadas para desafiar ciertas lógicas patriarcales y academicistas que aún hoy condicionan lo que se enseña y lo que se hace en la universidad. La universidad sigue siendo un espacio de dominación masculina, a pesar de que las mujeres sean porcentualmente mayoría en las universidades españolas. Y sigue siendo también un espacio elitista donde la construcción del saber no se inspira en la experiencia de sectores populares, sino en los intereses de los poderosos, de quienes históricamente han estado del lado de la opresión y la injusticia. Ya lo advertía en 1959 el Che Guevara en su discurso de investidura como doctor honoris causa por la Universidad Central de Las Villas, donde le pide a la universidad que “se pinte de negro, que se pinte de mulato, no solo entre los alumnos, sino también entre los profesores; que se pinte de obrero y de campesino, que se pinte de pueblo, porque la Universidad no es el patrimonio de nadie y pertenece al pueblo”.
Patriarcado y academicismo son dos lógicas de poder que se protegen. Los hombres hemos pasado demasiado tiempo en esa “habitación propia” que Virginia Woolf reclamaba como espacio de creación y emancipación femenina. Allí aprendimos a pensar, a sentir y a expresarnos como hombres; aprendimos que las tareas intelectuales deben regirse por la objetividad y el desapego emocional; que hay que reprimir ciertos sentimientos; que dos hombres solo pueden ser amigos; que las mujeres son seres dependientes del varón y que el papel de este en la sociedad se desarrolla en la esfera pública.
Allí dentro también aprendimos a producir conocimientos que desde siglos vienen marginando la voz, los saberes, las experiencias y las necesidades de las mujeres; conocimientos que consagran la hegemonía del pensamiento discursivo basado en libros y clases magistrales frente a un pensamiento incapaz de incorporar lo afectivo, lo cotidiano y las experiencias de vida; conocimientos que bajo la coartada de la neutralidad abominan de cualquier toma de posición que huela a compromiso social; conocimientos que convierten a las personas en objetos para investigar sobre ellos, pero casi nunca con ellos.
Fueron precisamente estos códigos del conocimiento patriarcal heredado los que saltaron por los aires cuando en sede universitaria uno de los participantes rompió a llorar al relatar su proceso de transición del machismo hacia la igualdad. Entre sollozos, agradeció haber puesto sobre la mesa temas que particularmente a los hombres les infunden tanto temor, afirmó sentirse afortunado por poder participar en las jornadas y celebró encontrarse en un espacio amigable que le había brindado la oportunidad de reconectar con la gente.
Leer el artículo completo en Público.