Mi abuela ocupó el lugar de mi madre, ahora llegó el momento de cuidarla
Odiaba cuando tenía que salir a comprar ropa con mi abuela. Íbamos a una tienda, elegíamos faldas de mezclilla y sostenes deportivos, y nos dirigíamos a los probadores, donde mis hermanos y yo la oíamos conversar con la encargada, sabiendo que en algún momento, sin falta, diría: “Su madre murió. Yo solo soy su abuela”.
Lo hizo en American Eagle y Foot Locker, en las cabinas de Applebee’s y en la caja de ShopRite. Mis hermanos y yo empezamos a bromear sobre cuántos minutos de conversación serían necesarios antes de que ella le contara nuestro mayor secreto a un extraño.
No hace mucho, durante una de nuestras llamadas, le pregunté por qué siempre hacía eso. ¿Realmente pensaba que el adolescente que nos atendía en Dairy Queen necesitaba saber que nuestra madre estaba muerta cuando nos entregaba nuestros helados de galleta?
Ella se rió, y luego se puso seria: “Era algo muy presente en sus vidas, Rachael. Estaba en todos los lugares a los que íbamos. ¿Cómo no iba a hablar de eso?”.
No debía haberme sorprendido que viera la ausencia de mi madre en esas situaciones cotidianas. Después de todo, mi abuela no se sentía muy cómoda en Victoria’s Secret ni yo en su reunión semanal de jubilados en IHOP. Pero a mí nunca me pareció tan grave. Culpo a mi abuela por el lujo de olvidar en ocasiones que mi madre había muerto, pues era muy buena asumiendo su rol maternal.
Cuando mi madre se enteró de que tenía cáncer, a los 40 años, mi abuela pidió un permiso temporal en el banco donde trabajaba, un empleo que se había esforzado mucho en obtener a una edad madura. Ya había perdido un hijo que se suicidó, y estaba decidida a no perder a su hija.
“Ninguno de ustedes puede irse antes que yo”, dijo. Pero el cáncer no la escuchó.
El día que mi madre murió, no recuerdo haber visto su cama vacía, aunque seguramente la vi; tampoco recuerdo que me pidieran que me despidiera esa mañana, como me lo contaron después. Todo lo que recuerdo es a mi abuela frente a nuestra casa en su Chrysler color verde tortuga. Siempre parecía transmitir la sensación de que la vida debía continuar, sin importar lo que ocurriera.
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