La clase media aspiracional, un fantasma para tiempos de escasez
Cuando la derecha gana unas elecciones, un escritor acomodaticio se sitúa entre los más vendidos o un concurso de cocina, baile o costura está entre los más vistos, siempre se suceden sesudos análisis para explicar su éxito. Se hablará de la afinada comunicación electoral, de la adaptada prosa y temática para el lector de hoy en día o el espíritu de superación que los concursantes muestran en pantalla. Sin embargo, casi nadie acepta que estos éxitos son siempre más que sobrevenidos totalmente esperables, casi como el partido de fútbol en que el equipo local, plagado de estrellas, con el árbitro a favor, acaba goleando al último de la tabla. Él éxito puede tener que ver con las virtudes del que triunfa, a menudo no es más que el resultado de un contexto sistémico favorable.
En política, lo normal, lo esperable, es que la derecha gane elecciones por la sencilla razón de que se dirige a una sociedad construida estas últimas cuatro décadas a su imagen y semejanza. Cuando algo es el centro de gravedad las ideas que defiende, o dice defender, constituyen la base de muchos sentidos comunes, creencias compartidas, por lo que le resulta fácil colocar a su adversario como la opción extramuros, como lo ajeno que viene a perturbar el buen funcionamiento de las cosas. Si no siempre sucede así es porque la cultura, entendida como el sustrato donde el poder hunde sus raíces, no lo es todo: la percepción de la vida cotidiana también importa, los cambios históricos que influyen sobre ella, aun habiendo sucedido muchas décadas atrás, aún se dejan sentir.
Conviene recordar, ante tanto fanático culturalista, que las ideas no van por ahí flotando como burbujas en el éter, sino que se crean y se transmiten de cerebro a cerebro, a veces mediando algún artefacto, también humano, como la letra o la voz o imagen grabada. Es decir, que las ideas no son nada sin personas, o cómo necesitan de un grupo sustancial de gente para tomar cuerpo y capacidad de transformación. En política, concretamente, se necesita que ese grupo sea o muy numeroso o muy influyente. Y para la derecha no es suficiente tan sólo con los ricos, los ricos de verdad, esos a los que rara vez ponemos rostro.
De ahí que aquella consigna de «somos el 99%» estuviera tan enferma de idealismo y transversalidad como de ficción. No, no somos el 99%, entendiendo la primera persona del plural como los perdedores en el juego económico, productores de la riqueza pero ausentes en la decisión de cómo se distribuye esa riqueza, porque existe algo bien numeroso y real llamado clase media. Un estrato social compuesto por personas de altos ingresos, propietarios de pequeñas empresas, directivos en las grandes, mandos intermedios incluso, profesionales liberales y, en general, cualquiera que tenga un cierto control sobre su itinerario profesional y por tanto su vida. La clase media suele ser la guardia pretoriana de lo establecido, por tanto conservadora, porque siempre siente que tiene más que perder que ganar con los cambios.
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